Dos capuchinas y un mandato: sembrar esperanza en tierra mexicana
Las primeras en responder al llamado misionero en tierra mexicana
Serie Fundación de las Clarisas Capuchinas en México (6)
El eco de una llamada
La historia de las fundaciones capuchinas en México no puede entenderse sin el testimonio de dos mujeres que, con nombre propio y alma consagrada, fueron las primeras en responder al llamado misionero en tierra mexicana: sor Margarita Solé y sor Josefa del Espíritu Santo. Llegadas desde España con el ardor del Evangelio en el pecho, fueron las encargadas de abrir camino en un mundo desconocido, desbordante de contrastes culturales, desafíos sociales y promesas divinas.
No venían solas. Las acompañaba un mandato claro de obediencia, una voluntad firmemente enraizada en la espiritualidad de Santa Clara, y la certeza de que Dios se hace presente en cada paso cuando el corazón se entrega sin condiciones.
Cruzar el océano… y el alma
Cuando sus pies tocaron tierra mexicana, no se trató solo de un cambio geográfico. Era, sobre todo, una transición espiritual: dejar atrás la seguridad de lo conocido para abrazar lo incierto de la misión. México las recibió con los brazos abiertos… y con realidades que urgían una respuesta evangélica. Pobreza, abandono, analfabetismo, orfandad… Allí estaban ellas, sin más armas que la oración, el hábito y una ternura que no se doblegaba ante la adversidad.
Su presencia fue silenciosa y firme. No llegaron para imponer, sino para abrazar. No se trataba de traer respuestas, sino de aprender a caminar con el pueblo, desde el pueblo y para el pueblo.
La semilla que germina
La fundación inicial no tardó en dar frutos. La llegada de nuevas hermanas permitió consolidar lo iniciado por sor Margarita y sor Josefa, que vivieron en carne propia lo que significa plantar una semilla de vida consagrada en medio de la incertidumbre. Con sus manos comenzaron a levantar casas, escuelas, pequeñas capillas… pero sobre todo, construyeron comunidades vivas donde la fe se hacía carne en lo cotidiano.
En la sencillez del día a día, enseñaban a rezar, curaban heridas, alfabetizaban a los pequeños y asistían a los más necesitados. Evangelizaban con la vida, como lo hizo san Francisco, como lo soñó santa Clara.
Mística, realismo y compromiso
Lejos de caer en romanticismos, estas hermanas supieron conjugar la mística de la vida contemplativa con el realismo de la vida misionera. Se despertaban para alabar a Dios antes del alba, y al caer la tarde sus manos estaban cubiertas de harina, tierra o tiza, según la jornada lo requiriese.
Vivieron una pobreza real, muchas veces sin recursos ni certezas humanas. Pero jamás les faltó el pan de la providencia ni la alegría de saberse parte de un plan mayor. En los ojos de los niños, en la gratitud de una madre, en el silencio de la adoración eucarística, encontraban el sentido de su entrega.
Un legado que no cesa
Hoy, al mirar atrás, comprendemos que lo que sembraron no fue una obra social ni una aventura religiosa, sino una presencia evangélica que transformó espacios, personas y corazones. Las primeras fundadoras no buscaban reconocimiento; lo que deseaban era que Cristo fuese conocido y amado.
Las misiones capuchinas en México llevan todavía la huella de estas dos hermanas valientes. En cada convento, en cada colegio, en cada oración compartida, su testimonio sigue vivo. Ellas son raíces profundas de un árbol que continúa dando sombra y fruto.