Doña Josefa, el rostro laico de la Providencia
Una mujer al servicio de Dios, con los pies en la tierra y el corazón en el cielo
Serie Fundación de las Clarisas Capuchinas en México (5)

Cada gran obra de Dios se apoya en almas ocultas que, sin buscar protagonismo, lo entregan todo.
Si las fundadoras capuchinas llegaron a México y plantaron allí su primer monasterio fue, en buena parte, gracias a una mujer que no llevó hábito, pero que vivió con la misma entrega de una consagrada.
Su nombre resuena en las crónicas como un susurro agradecido: Doña Josefa de Armendáriz.
Una mujer rica… en fe
Doña Josefa pertenecía a la nobleza criolla de la Nueva España. Viuda desde hacía años, sin hijos, poseía tierras, casas, capital y una fuerte presencia en los círculos sociales de la Ciudad de México. Pero nada de eso la definía. Quienes la conocieron la describen como una mujer de intensa vida interior, de misa diaria, generosa con los pobres y profundamente amiga de las religiosas contemplativas. Su hogar era sobrio, sus gestos discretos, su piedad sincera.
No tenía votos, pero vivía como si los tuviera. Su fortuna, para ella, era instrumento y no fin. Y cuando supo que un grupo de capuchinas venía a fundar en la ciudad, no lo dudó: “seré su providencia visible”, habría dicho.
La gestora de lo invisible
Doña Josefa no sólo fue benefactora, sino artífice concreta de la fundación. Compró con su dinero un terreno adecuado para el futuro convento. Gestionó licencias con las autoridades civiles. Abrió las puertas de su casa a las hermanas mientras no tuvieran monasterio. Se convirtió en su voz ante los tribunales, en su defensora ante la incomprensión, y en su escudo ante los escépticos.
Más allá del dinero, ofreció algo mucho más valioso: su credibilidad, su presencia, su confianza. En un mundo clerical y masculino, ella actuaba con determinación sin levantar escándalo, y con autoridad sin necesidad de cargos. Lo hacía por Cristo, y eso bastaba.
La mujer que sabía esperar
Cuando la obra se retrasaba —por falta de permisos, por trabas económicas, por enfermedades—, era ella quien animaba a las hermanas. Les decía que la fidelidad trae fruto, que Dios no falla, que toda fundación requiere su tiempo. Rezaba con ellas, lloraba con ellas, gestionaba por ellas.
No pidió jamás reconocimiento. Y cuando por fin se inauguró el monasterio, no quiso ser enterrada dentro de él. “No soy digna”, habría dicho. Eligió una sepultura anónima, como los siervos buenos del Evangelio.
La santa sin altar
La historia de la Iglesia está hecha de santos canonizados… y de otros muchos que nunca subirán a los altares, pero que en el cielo ya tienen lugar reservado.
Doña Josefa es una de ellas. No pronunció votos, pero vivió con radicalidad evangélica. No se encerró en un claustro, pero fue el muro protector del convento. No fundó una orden, pero sin ella no habría habido fundación.
Es el testimonio de que la santidad también florece en lo laico, en lo cotidiano, en las decisiones económicas hechas por amor a Dios.
Es la prueba de que, para levantar el Reino, hacen falta tanto orantes como constructores, tanto místicas como administradoras, tanto clarisas como Josefas.
Su historia merece ser contada, no como nota al pie, sino como parte esencial de la obra de Dios. Porque, al final, la fe verdadera no siempre se mide en hábitos… sino en generosidad sin reservas.