Una llamada cruzando océanos
Cartas, gestiones y obediencia para una fundación imposible.
Serie Fundación de las Clarisas Capuchinas en México (2)

Nada grande nace de la improvisación.
Las obras de Dios maduran como los árboles firmes: lentamente, desde el interior. La historia de la fundación de las primeras monjas capuchinas en México no comienza con un barco, ni con un convento, sino con un conjunto de cartas manuscritas, intenciones humildes, y una cadena de voluntades confiadas que cruzaron continentes y burocracias.
El siglo XVIII en España fue un tiempo de reformas, ilustración incipiente, y búsqueda de nuevas expresiones de santidad.
La vida religiosa femenina no quedó ajena a esta inquietud. En varios monasterios capuchinos de la península —especialmente en los de Zaragoza y Barcelona— se hablaba con fervor de la posibilidad de una fundación en el Nuevo Mundo, como respuesta a una necesidad real: extender el testimonio de la vida contemplativa a los vastos territorios americanos.
Pero no bastaba el entusiasmo espiritual. Se necesitaban permisos concretos. Y para eso, había que moverse en un tablero complejo: la Santa Sede, el Consejo de Indias, la Corona española y las autoridades virreinales.
Peticiones al cielo... y a la tierra
Los primeros pasos se dieron desde la Provincia Capuchina de Aragón, que contaba con hermanas preparadas y deseosas de ir a misión.
En nombre de la comunidad, se elevaron súplicas a Roma para obtener la aprobación papal de la fundación.
La respuesta no fue inmediata: las decisiones en la Curia requerían tiempo, evaluaciones, intermediarios. La Iglesia era cauta con las fundaciones en América, especialmente las de vida contemplativa, pues implicaban compromisos logísticos, económicos y espirituales de gran calado.
Mientras tanto, se escribieron cartas también al Rey de España y al Consejo de Indias, para obtener la licencia real sin la cual ningún convento podía erigirse legalmente en territorios de ultramar. Las cartas iban cargadas de argumentos: se hablaba del beneficio espiritual para la sociedad mexicana, del testimonio evangélico de las Capuchinas, de la necesidad de ofrecer un claustro accesible a jóvenes de condición humilde.
Uno de los documentos más impactantes fue redactado por el P. Fray Francisco Ximénez, capuchino influyente en la corte, quien defendía la necesidad de permitir que estas mujeres evangelizaran no con la palabra, sino con la vida escondida.
En su carta al Consejo de Indias, aseguraba que "el silencio de aquellas religiosas sería más elocuente que muchos sermones".
Un sí que tardó años
La bula pontificia no llegó hasta pasados varios años. El Papa Clemente XI dio finalmente su beneplácito, reconociendo el valor de la iniciativa.
Por su parte, el Rey Felipe V también otorgó la licencia necesaria para la fundación. Ambos documentos, sagrados para las religiosas, fueron recibidos como verdaderos tesoros: no sólo por lo que decían, sino por lo que representaban.
Pero aún faltaba lo más complejo: la logística del envío. ¿Quiénes irían? ¿Cómo viajarían? ¿Quién financiaría el traslado? ¿Dónde se instalarían al llegar? ¿Qué comunidad las recibiría y acompañaría en el proceso de adaptación?
Aquí aparece una figura providencial: doña Josefa de Armendáriz, mujer mexicana de profunda fe, viuda y con amplios recursos económicos. Ella sería el puente entre los papeles y la realidad. Pero esa historia merece un artículo propio.
Cuando obedecer se vuelve misión
Las Capuchinas no emprendieron esta obra por iniciativa personal o impulso romántico. Lo hicieron por obediencia eclesial. No fundaron por sí mismas, sino porque la Iglesia se lo pidió, y ellas —con humildad franciscana— dijeron sí. Un sí que significaba dejar su patria, tal vez para siempre. Cruzar el océano, sin garantías.
Fundar en una cultura desconocida, sin otra defensa que el rosario y la regla.
Eran mujeres de oración, no de empresa. Pero la obediencia las convirtió en pioneras. Porque cuando el Señor llama, también da la gracia. Y cuando la Iglesia envía, es Cristo quien camina delante.
Así, entre cartas, firmas y pliegos, comenzaba a tomar forma una fundación que cambiaría la historia espiritual de México.