Encuentro con lo desconocido
El México que encontraron las primeras capuchinas
Serie Fundación de las Clarisas Capuchinas en México (4)

Cuando las hermanas capuchinas llegaron a la Nueva España, no sólo cruzaron el mar.
También cruzaron una frontera cultural, espiritual y humana. Porque México, en 1721, no era Europa, ni se parecía a nada que hubieran conocido antes.
Era un territorio vibrante, profundamente religioso, pero también herido por tensiones coloniales, desigualdades sociales y desafíos espirituales. Era una tierra que exigía ser comprendida, no conquistada; abrazada, no juzgada.
El encuentro con lo desconocido fue, en realidad, un segundo viaje. Más silencioso, más lento, y quizás más difícil. Porque exigía una conversión profunda del corazón: aprender a mirar con ojos nuevos, a rezar con nuevas palabras, a vivir con otros ritmos… y a amar a un pueblo que no conocían, pero que pronto se convertiría en su hogar.
Una ciudad de contrastes
La Ciudad de México que las acogió era ya una metrópoli de casi 100.000 habitantes. Construida sobre los restos de Tenochtitlan, unía calles empedradas con acequias, palacios coloniales con mercados indígenas, catedrales barrocas con barrios humildes. En su trazado convivían virreyes, criollos, mestizos, frailes, esclavos, artesanos y vendedores ambulantes.
Las monjas llegaban desde conventos sobrios de Castilla o Aragón, donde el silencio era norma y la vida transcurría entre los muros de piedra. Aquí, en cambio, el ruido era permanente, la fe estaba mezclada con expresiones populares y el mestizaje cultural desbordaba cualquier esquema europeo.
No tardaron en comprender que su misión no sería “enseñar” a vivir como en Europa, sino encarnarse con humildad en esta nueva tierra, aprendiendo de sus ritmos, acogiendo su diversidad y sembrando el carisma capuchino desde lo profundo.
Hospitalidad con sabor americano
A su llegada, las hermanas fueron acogidas por benefactores y comunidades religiosas locales. No tenían aún su propio monasterio, por lo que vivieron temporalmente en casas prestadas o espacios improvisados. Compartieron con otras religiosas, dialogaron con clérigos criollos, y fueron asistidas por la caridad de laicos comprometidos que veían en ellas un don para la ciudad.
La comida era distinta: maíz, frijoles, chile, atole… sabores nuevos para paladares castellanos. El clima era más húmedo, las enfermedades tropicales desconocidas, y el cuerpo resentía el cambio. Pero no hubo quejas. Las hermanas ofrecían todo como parte de su vocación: cada adaptación era una oblación, una forma de amar.
El idioma del corazón
Aunque el español era lengua común, pronto las capuchinas descubrieron que el idioma que más necesitaban aprender era el del corazón: la compasión, la escucha, la cercanía. Las jóvenes que se acercaban a hablarles venían de realidades muy distintas: indígenas que habían perdido sus tierras, hijas de mestizos sin recursos, mujeres marginadas por no tener dote para ingresar en otras órdenes.
Las capuchinas no preguntaban por linaje. Veían en cada rostro una hija de Dios. Y eso bastaba. Por eso su convento —aún sin paredes definitivas— comenzaba a tener ya forma: la de una comunidad orante, austera y abierta a todas.
Adaptarse para servir
No tardaron en modificar pequeños aspectos de su vida: ajustaron el horario de oración a la realidad local, introdujeron palabras nahuas en algunas expresiones devocionales, y aprendieron a ofrecer consuelo en medio de un mundo con sus propios dolores. Comprendieron que ser misionera no era imponer, sino vaciarse para dejar que el otro te habite.
La historia no registra milagros extraordinarios en estos primeros meses. Pero sí un milagro escondido: el de unas mujeres que, viniendo de lejos, supieron ser plenamente presentes. Que llegaron como extranjeras y se hicieron hermanas. Que no exigieron nada, pero lo entregaron todo.
Ese fue el verdadero inicio de la fundación: no el día de la llegada, ni la apertura formal del convento. Sino ese momento invisible en que el corazón de las monjas se volvió mexicano.